Cabañuelas

por Víveme Yucatán

—Ojalá que nos favorezcan las cabañuelas y tengamos unas buenas vacaciones de semana santa —dijo la portera a la joven Wiwi, cerrando la reja negra de la Quinta María.

Wiwi Combaluzier estudia en el colegio Mérida, una escuela para señoritas dirigida por las reverendas madres de la congregación de José y María. Como todos los días hábiles del calendario escolar, Wiwi cruza dos avenidas transitadas para dirigirse al sitio donde era recogida por su mamá en una camioneta Toyota último modelo. 

A la una de la tarde hay un tránsito caótico en la calle sesenta norte, una de las avenidas neurálgicas de la ciudad. Por disposición municipal, dos policías de tránsito cuidan el paso peatonal de las niñas, deteniendo con silbato a todo vehículo para que ellas llegaran seguras al otro lado del colegio. 

Bajo el cielo nublado y abrasador de la península, el camellón urbano aparece como una franja recorrida por las antiguas rieles del ferrocarril. A su costado hay frondosos árboles de tzalam, cuyas copas dan sombra y verdura al paisaje de asfalto, dividiendo en dos ríos opuestos la vialidad de esa caudalosa avenida.

Ante la mirada suspendida de los conductores, Wiwi camina el primer paso peatonal con paso de garza: delicado y elegante, con la espalda y la cabeza erguidas, las piernas estiradas. Con el mismo garbo atraviesa el camellón, y además, un segundo paso peatonal que deriva en la banqueta donde se encuentra con otras tres compañeras del colegio.

A un costado de dicho paradero, una patrulla comandada por otro oficial de policía escolta a las niñas con su presencia uniformada. Esta estrategia conjunta de vialidad ahorra a las mamás el embotellamiento automovilístico que sube hacia el centro para permitirles dirigirse sin mayor contratiempo por los callejones-atajo que conducen a sus domicilios en los fraccionamientos del norte. 

Tal problema de mancha urbana en la ciudad blanca no perturba a Wiwi y sus tres amigas, quienes se reúnen en círculo a la sombra de un árbol de tzalam para jugar juegos populares de palmas con la agilidad de sus doce años. Wiwi se sienta de un movimiento sobre su falda de cuadros verde pastel con líneas cafés e inició su coreografía de manos. 

A la una y veinte de la tarde, la temperatura rebasa los cuarenta grados celsius, por lo que el techo verde que conforman las copas de los árboles en ambas banquetas se convierte en el único refugio a la intemperie para soportar el calor citadino. Entre las ramas de esos árboles con cal blanca pintada en sus troncos anidan cientos de pájaros kaues, o zanates, como se les conoce en el resto del país, una peculiar ave que la gente confunde con el cuervo. No es de extrañarse, pero conforme uno se acerca a los especímenes machos observa que su apariencia negra se torna de un plumaje tornasol, que va del color verde al azul metálico.

A juzgar por la melodía de sus graznidos, la pájara kaue canta una canción triste. Ya sea para mitigar el hambre, o clamando por su marido, su canto es una escala más en la sinfonía de sentimientos que pueden escucharse de cientos de pájaros que adornan el cielo meridano.

Mientras tanto, el juego de palmas de Wiwi y sus compañeras adopta espectaculares niveles de destreza motriz que llaman la atención del oficial de policía. De pronto, Wiwi se siente observada por ese hombre de uniforme negro y rasgos mayas, lo que provoca en ella un noema, o una súbita reflexión: 

—Oye, Martina, ¿tú duermes en hamaca, o en cama? —pregunta a su compañera pelirroja. 

Un microbús destartalado que maniobra a toda velocidad provoca un soplo de viento que hace sonar las vainas colgantes de los árboles de tzalam. Esa brisa de viento se torna musical, como una cascada de agua dulce que baña por un momento el caos urbano del mediodía. Por ahí en el pavimento caliente yace estático el pájaro kaue, con su plumaje tornasol, desde hace horas al acecho de un bocado de comida para su nido familiar. Oportunamente, uno de los pasajeros a bordo del microbús andante termina su almuerzo apresurado y arroja por la ventana un pedazo duro de pan francés que fue a caer a las patas del pájaro kaue.

Con notable alegría, el kaue sale de su letargo y recoge el pedazo de pan con su pico. Antes de que otro pájaro pueda arrebatarle, alza el vuelo hacia el nido que custodia su esposa en la copa del árbol. Ahí, la pequeña hembra de color café empolla sus huevos a la espera de un poco de alimento.

Nuestros ancestros mayas utilizaron un sistema de predicciones del clima: remolinos de tierra, hormigas con alas, eclipses y otros fenómenos. Pero esta tarde calurosa, el viento ni siquiera sopla. Después de algunas turbulencias de vuelo, el kaueaterriza con notable esfuerzo y, cual ofrenda divina, asienta humilde el trozo de francés frente a su esposa. No es momento para quejarse de la jornada, pero el agarrotamiento del pico le ha provocado un rictus en el rostro. Ansiosa, la pájara kaueintenta morder el pedazo de francés, pero no logra obtener ningún bocado: el francés está duro como piedra caliza. Por enojo del hambre, la pájara eriza las plumas y grazna una canción de ira que es correspondida por otros pájaros vecinos. 

En medio del caos sonoro, el pájaro kaue se pregunta qué debe hacer. Para conseguir ese pedazo de francés tuvo que sortear a otros pájaros machos y francamente ya se encuentra cansado, pero su sentido de la paternidad y su orgullo viril están en juego. Entonces, regañado por su esposa, el kaue abandona el nido y se lanza en picada hacia el suelo en busca de una solución a su problema doméstico. 

Súbitamente, el juego de palmas de las niñas se ve interrumpido. Un tenue rayo de sol cae sobre el rostro patricio de Wiwi, y ella lo eclipsa con una de sus manos pálidas. “¿A qué hora llega mi mamá?”, se pregunta Wiwi, irritada. Luego toma un breve sorbo de su termo yeti dorado. 

Al contacto con la luz, el termo tornasol produce un destello que llama la atención del pájaro kaue, quien, curioso, asoma a inspeccionar la fuente de semejante resplandor. Avanzando a pequeños saltos, el intrépido kaue se acerca al círculo de niñas. Intenta tirar los termos empujándolos con su pico, pero las niñas se los arrebatan para beberlos.

“No puedo esperar a las regatas”, “ya quiero ir a mi casa de playa en Uaymitún”, “¿vas a venir a visitarme en las vacaciones?”, “¿será que haya buen clima?”, se preguntan entre sí las niñas. Entonces Wiwi mira hacia arriba. Observa las condiciones del sol: si sopla el viento hacia el este o el oeste, si se nubla o llueve. Trata de mirar el comportamiento de los animales y escuchar el crujido de las ramas. Entonces un claxon grosero anuncia la llegada de la camioneta Toyota último modelo. Wiwi se levanta del suelo cuidando que su falda verde con cuadros cafés no se levante, pero accidentalmente tira su termo yeti y derrama su interior. Wiwi se despide de beso con sus compañeras, levanta su termo y se sube a la camioneta, extrañada de encontrar al volante a su chofer con cubrebocas, y no a su madre, como era de costumbre.

En el rastro de su partida, un charco de agua se genera. Oportunamente, el kaue se acerca cuidando de no ser visto y remoja el pedazo de francés hasta cubrir toda su redondez irregular. Se forma entonces una pasta suave. Con delicadeza la sube al nido donde espera su esposa y, por efecto alquímico, el pedazo de francés se convierte en budín, ese delicioso postre caramelizado hecho con restos de pan. La esposa contenta eriza su plumaje café y canta después de comer las viandas.

Como cada día, a las seis de la tarde, el sol comienza a ocultarse y todos los kaues migran de un árbol a otro en medio de una sinfonía de graznidos caóticos. 

Entrada de blog por Mario Galván R., Ilustración por Melissa Mena.

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